Sentado
en mi roca cubierta por una piel de oso para proteger mis viejos huesos
de su dureza, al mismo borde del acantilado, los veo bajar por el camino
que serpentea entre los bosques de fresnos, olmos, robles y otros frondosos
árboles que el otoño salpica de oro y púrpura. Al norte, las primeras
nieves cubren la cima del monte Olimpo. Parece mentira que hayan pasado
ya siete años desde aquella mañana en que acompañados por sus padres
Peleo y Telamón llegaron a mi cueva del monte Pelión con sus servidores
y esclavos.
Aún recuerdo
lo enfadado que estaba con mis visitantes por la imposición de Peleo,
mi rey, de que debía educar a su hijo Aquiles y a su sobrino Ajax, hijo
de su hermano Telamón, siendo así que yo me había retirado de la enseñanza
desde hacia varios años. El mismo Peleo había mandado heraldos por toda
Grecia para que no me mandaran más muchachos, ya que para mí había llegado
la hora de la meditación y del descanso.
Pertenezco
al pueblo de los centauros, una gente que reside en el monte Pelión
desde el comienzo de los tiempos. Mi pueblo es muy poco numeroso pero
con una gran habilidad para retener y transmitir conocimientos, por
lo que hemos servido como tutores a muchos de los hijos de los soberanos
griegos. Además, exceptuando algunos pocos reyes, sacerdotes y oráculos,
somos los únicos capaces de interpretar una serie de signos que representan
sonidos, de modo que podemos transmitir informaciones a distancia por
medio de inscripciones en tablillas de madera o fragmentos de arcilla.
Bueno, creo que cruzando los mares, mas allá de Creta, hay un
país legendario donde también algunos hombres son capaces de hacer dibujos
sobre unas láminas fabricadas con una planta llamada papiro, dibujos
que representan ideas y palabras que pueden ser interpretadas por todos
los que los conocen.
En cualquier caso, los centauros somos hombres
normales y corrientes, eso sí con unos grandes conocimientos sobre las
ciencias y las artes y son muchos los hombres que vienen desde todos
los rincones de Grecia para pedirnos consejo y para que remediemos sus
padecimientos ya que también somos médicos. Algunos de nosotros creemos
que fue el propio Apolo quién nos legó sus conocimientos médicos aunque
yo pienso que mucho de lo que sé, lo he aprendido observando los fenómenos
y los hechos que la propia naturaleza nos ofrece todos los días.
Yo soy
Quirón y mi nombre es conocido por toda Grecia. He instruido a la mayoría
de los muchachos que llegaron a ser héroes como Peleo, Telamón, Tideo,
Hércules, Atreo y Tiestes.
Seis años
tenía Aquiles y diez su primo Ajax cuando llegaron en una carreta precedida
por el carruaje real tirado por dos hermosos caballos teseos en el que
viajaban sus padres. Los vi llegar desde muy lejos ya que desde mi roca
se domina todo el Yolco e incluso, en los días claros se ve la ciudad
con sus casas pintadas de blanco y ocre. La ciudad es una de las pocas
de Grecia que no tiene murallas. ¿Quién se atrevería a atacar a los
mirmidones, un pueblo guerrero cuya ferocidad es conocida por todo el
mundo?
Aunque
Telamón tenía muchos hijos, sólo dos eran realmente privilegiados: Teucro,
era un bastardo de la princesa troyana Hesione y Ajax era el heredero
legítimo de Telamón. Por su parte, Peleo sólo había tenido un hijo de
su esposa Tetis que sobrevivió ¿milagrosamente? sus seis hermanos anteriores,
muertos al nacer. Cuentan las historias que circulan alrededor de las
fogatas que Tetis estaba loca y que se creía hija del dios Nereo. Por
eso, nada más nacer sumergía a sus hijos en un cubo de agua de mar creyendo
que de esta manera los haría inmortales. En seis ocasiones, Tetis ahogó
a sus hijos pero en el caso de Aquiles, Peleo, prevenido por su niñera
Aresuna consiguió salvar al recién nacido.
Cuando
Peleo me pidió que me encargase de la educación de Aquiles y Ajax me
negué en rotundo. Ya estaba cansado de luchar con tanto muchacho indisciplinado
y bullanguero y de repetir una y otra vez las mismas máximas y las mismas
historias. Además, aceptar hubiera sido renunciar a siete de los ya
mermados años que me quedaban.
Una y
otra vez, Peleo recurrió a todos los argumentos imaginables para hacerme
cambiar de idea: que Aquiles era su único hijo y heredero, que los reyes
necesitaban una sólida instrucción para permanecer como tales en una
Grecia en la que rivales y enemigos proliferaban por doquier, que si
yo era el mejor.... Como yo seguía negándome, Peleo, arrugando el entrecejo
me dijo:
- Es inútil
azotar al caballo muerto. Pero menos ¿querrás ver a los muchachos antes
de que nos volvamos? Acaso cambies de opinión.
Y en
efecto, cambié de opinión.
Durante
estos últimos siete años les he enseñado oratoria, la historia y geografía
del mundo, todas las maravillas de la naturaleza y todas las habilidades
necesarias para sobrevivir en este mundo a veces cruel. Les he enseñado
a luchar con las manos desnudas, pero también con las armas propias
de los reyes. Han aprendido a fabricar y a cuidar sus propias armas
y a distinguir qué plantas tienen virtudes curativas y cuales
son potentes venenos. Saben como y cuando hay que sembrar los campos
para conseguir las mejores cosechas y como se prepara el vino a partir
de los frutos de la vid. Como se tuesta la cebada y se prepara la cerveza,…
en fin todo lo que debe saber un rey que se preocupa por el bienestar
de sus súbditos.
Pero también,
gracias a ellos he hecho un gran descubrimiento.
Todo
ocurrió hace dos años, cuando Ajax tenía quince
años y Aquiles once. Aquella mañana, había dado permiso a mis
muchachos para que fueran a cazar. Estaba harto de comer pan con cecina
y aceitunas y me apetecía un buen solomillo de venado o de jabalí. Ajax
llevaba su arco, que yo ya no podía tensar, con el que mandaba una flecha
a más de 100 codos y Aquiles una jabalina de fresno con punta de hierro,
ese metal que a veces cae del cielo enviado por los dioses y que puede
perforar el más duro bronce. Aquiles tenía una puntería maravillosa
y raras veces fallaba un blanco a menos de veinte metros. Los oía hablar
mientras se adentraban en el bosque que cubría toda la ladera de la
montaña y en el que abundan ciervos y jabalíes pero también algunos
animales salvajes como osos y lobos, de modo que la excursión no estaba
exenta de peligro.
Confiaba
plenamente en mis muchachos: Ajax era fuerte como un toro y podía derribar
a una mula de un puñetazo en la cabeza. Aquiles era menos corpulento
que su primo, pero poseía una rápida inteligencia que le permitía urdir
estratagemas y resolver enigmas casi con la misma rapidez con que yo
los ideaba. Había aprendido con rapidez el lenguaje de los signos, mientras
que su primo Ajax había sido incapaz de comprender que los mismos se
podían combinar de muchos modos distintos formando las palabras. Sin
embargo, el hijo de Telamón no era ningún necio: su valor y su tesón
eran envidiables y casi siempre solía salirse con la suya.
En los
cinco años transcurridos desde que sus padres me los confiaran, ambos
muchachos habían aprendido casi todo lo que yo podía enseñarles. Aquiles
era capaz de tocar la lira de una forma maravillosa mientras que entonaba
las canciones de los antiguos poetas, en tanto que Ajax araba los campos
dejando unos surcos tan rectos y profundos como nadie era capaz de hacerlo.
Ambos gustaban de luchar entre sí: desnudos, con el cuerpo brillante
por el aceite y el sudor, eran capaces de luchar durante horas enteras
y aunque Ajax era mas alto y fuerte que Aquiles, este siempre encontraba
la forma de escurrirse de entre los brazos de su primo. Pero además
Aquiles era de una extraordinaria belleza. Sus cabellos eran como los
rayos de Helios, sus delgadas cejas brillaban como las espigas de trigo
en el momento de la cosecha, su piel era tersa y suave aunque dorada
por sol. Tenía los ojos de un azul cambiante que iba desde el azul turquesa
que muestra el mar cuando está en calma hasta el azul profundo en días
de tempestad. Incluso, sus labios demasiado delgados y que daban a su
boca el aspecto de una hendidura algo tosca, le otorgaban a su cara
aspecto triste y melancólico pero al mismo tiempo inteligente. No me
sorprendió años más tarde el saber que muchas mujeres y también
muchos hombres se habían enamorado perdidamente de él.
Había
recorrido el sol un tercio de su camino diario cuando llegó Ajax jadeante
y sudoroso.
- Maestro,
gritó, cuando todavía estaba lejos, ven enseguida. Aquiles ha tenido
un accidente y está perdiendo mucha sangre.
Abandonando
precipitadamente el cinturón de cuero que estaba labrando, apenas tuve
el tiempo de recoger mi bolsa de medicinas. Mientras que recorríamos
la distancia que nos separaba del lugar donde yacía Aquiles, Ajax me
contó entrecortadamente lo sucedido. Entre los dos habían acorralado
un ciervo al borde de un acantilado y Aquiles se disponía a sacrificarlo
de un lanzazo, cuando al tomar impulso para enviar el proyectil le había
fallado el pie derecho y se había desplomado hacia atrás, cayendo por
la escarpadura. Aunque un árbol situado en el fondo del barranco había
amortiguado el golpe, Aquiles había sufrido un profundo desgarrón en
un muslo por el que sangraba copiosamente. Siguiendo mis enseñanzas
para el cuidado de los heridos, Ajax le había colocado un torniquete
en el muslo y había venido corriendo a buscarme. Una decisión muy acertada
ya que aunque Ajax podía haber cargado perfectamente con el muchacho,
es sabido que la primera medida a tomar con un herido es acostarlo,
arroparlo e ir a buscar ayuda.
No tardamos
en llegar al lugar del accidente. Aquiles yacía con los ojos cerrados,
al pie del tronco del árbol sobre el que había caído, una encina centenaria
con una copa de más de 20 codos de diámetro. Respiraba normalmente,
y aunque alrededor de su pierna había una mancha de sangre coagulada
y reseca, la herida no sangraba. Aquiles había retirado el torniquete
y colocado sobre la herida una especie de emplasto que el mismo había
preparado. A su alrededor, varias de las ramas de la encina que se habían
quebrado durante su caída, le servían de lecho.
Al oírnos
llegar, Aquiles abrió los ojos y sonrió:
- No
teníais que correr tanto, murmuró. Como veis me encuentro perfectamente,
aunque agradecería un poco de agua o mejor cerveza. Este sol me está
matando.
Sorprendido,
me arrodillé para examinar la herida, mientras que Ajax se acercaba
a un arroyo cercano a buscar un poco de agua. El desgarrón, de unos
10 cm de largo y tres de profundidad había destrozado varios vasos y
músculos aunque no había llegado a perforar los grandes vasos que discurren
mas profundamente en el muslo. La herida, estaba cubierta de una pasta
de color rojizo pero, asombrosamente no sangraba. A lo largo de mi vida
he visto y curado muchas heridas y sé que una herida como la de Aquiles
no deja de sangrar hasta que sus bordes son cosidos con espinas de acacia
o hasta que es cauterizada. ¿Cómo era posible que de la herida de Aquiles
no manara sangre? ¿Acaso un dios había intervenido milagrosamente a
su favor?
Cuando
le pregunté por el milagro, Aquiles sonrió y señaló con el dedo un par
de piedras redondeadas manchadas de una pasta verdosa.
- Me
he limitado a seguir tus enseñanzas, maestro, y a sacar provecho de
las observaciones que hacemos de la naturaleza, respondió. Al
caer sobre la encina arrastré conmigo varias de sus ramas y en ellas
encontré varias agallas. Como tu nos enseñaste, estas agallas son los
granos que produce el árbol cuando es picado por los insectos. Pensé
que tal vez como los arboles no tienen manos con las que restañar sus
heridas, deben producir algunas sustancias que impidan que pierdan su
savia cuando son picados. Por eso, machaqué con las piedras que ves
ahí varias de las agallas y me apliqué la pasta sobre la herida. Luego
aflojé poco a poco el torniquete, hasta que me lo quité del todo cuando
me cercioré que la pasta de agallas había cortado la hemorragia. Después,
me dormí hasta vuestra llegada.
Después
de curar y cerrar la herida y vendar la pierna de Aquiles, regresamos
lentamente a nuestro hogar. Aunque cojeando, Aquiles podía caminar apoyándose
en su jabalina. Aquiles nos explicó que a veces, el talón derecho le
fallaba cuando se apoyaba bruscamente sobre él. Al parecer, Aquiles
había nacido de su madre Tetis con los pies por delante, siendo agarrado
su pie derecho por la comadrona para extraerlo del vientre materno.
Poco después del parto, las nodrizas observaron con consternación que
el niño tenía el tobillo tumefacto y amoratado y aunque, con los días,
las lesiones desaparecieron quedó una permanente debilidad en este pie.
Durante
el camino, paramos varias veces para recoger varias agallas de las ramas
de encimas y robles. Deseaba comprobar que efectivamente, la sustancia
presente en estas excrecencias cortaba las hemorragias como había descubierto
Aquiles.
Después
de este incidente, Aquiles se recuperó perfectamente. A los pocos días
cuando retiré las espinas de acacia, observé que la herida estaba limpia
y sin inflamar y que no expulsaba ese fluido blanco y maloliente que
a veces complica las heridas producidas en accidentes o en la guerra.
Hoy, sólo le queda el recuerdo de una pequeña cicatriz.
Aproveché
los días de inactividad mientras que Aquiles convalecía para estudiar
detenidamente las agallas que había recolectado. En efecto, la pasta
que se obtiene al machacar las agallas es capaz de cortar las hemorragias
tal como pude comprobar en más de una ocasión. Después dejé secar estas
excrecencias y las trituré en un mortero obteniendo un polvo marrón
que es todavía más eficaz que la pasta. Incluso puedo obtener un polvo
más puro, echando las agallas en agua muy caliente, filtrando
el líquido a través de un paño de lino y dejando
que el agua se evapore lentamente. Cuando se prueba tiene un fuerte
sabor irritante y amargo y deja la boca como seca. También he
observado que el cuero se curte mucho mejor que con la mezcla de orines
y heces de gallina que ahora empleamos con una gran diferencia ¡
no tiene un olor nauseabundo!
De manera,
que gracias a Aquiles, hoy dispongo de un remedio más que puede ser
muy útil en estos tiempos de guerra que se avecinan.
Soplan
hoy vientos de guerra en Grecia. Con la muerte de Laomedonte, rey de
Troya, a manos de los griegos, el rey Príamo ha subido al trono
y su primera medida ha sido impidir el paso de los comerciantes que
vienen del Ponto Euxino, exigiendo unos impuestos desmesurados. Grecia
carece prácticamente del estaño que venía regularmente
de Escitia y sin estaño no hay bronce y sin bronce no hay herramientas
ni armas. Los reyes de las principales ciudades de Grecia y de las islas
se reunen con mucha frecuencia y me mucho me temo que cualquier incidente
pueda hacer estallar la guerra. Si esto ocurriera, espero que el polvo
de agallas que descubrí gracias a Aquiles pueda aliviar las heridas
de los héroes. |