El mismo día que Paré dedicaba su libro de anatomía al rey y a la reina, el rey ordenaba a su ejército, al mando del condestable de Montmorency que se dirigiera hacia el este. Enrique pretendía reconquistar los tres obispados –Metz, Toul y Verdún- que eran franceses aunque en este momento se encontraban en manos de Carlos V. Yo acompañaba como ayudante al maestro Ambroise Paré que seguía al servicio del conde de Rohan.
Era invierno y hacía un frío terrible. Las tres plazas cayeron fácilmente en nuestras manos sin lucha y los soldados españoles fueron dispersados. Su situación era desesperada: no tenían donde acampar, ni leña para hacer fuego, ni mantas para taparse. Tampoco tenían qué comer, aunque en este sentido nosotros no estamos mejor ya que los campesinos, hartos de ser expoliados por unos y por otros escondían sus víveres en castillos, iglesias y sótanos.
Un día, uno de nuestros soldados entró en una Iglesia para ver si encontraba algo que comer, ocho campesinos se le echaron encima y le acuchillaron varias veces. Sus compañeros, que esperaban fuera, lo llevaron al campamento en una situación desesperada. El ejército iba a partir al día siguiente, siendo imposible que el herido pudiera seguirnos. Sin embargo, el maestro Paré decidió hacerse cargo del herido, le curó las heridas –hasta once cuchilladas le contabilicé al herido- lo trasladó a su carro y lo cuidó hasta que el herido se recuperó por completo ante la admiración de sus compañeros.
Dos días más tarde llegamos a la fortaleza de Damvillers, villa fronteriza con Francia que el emperador Carlos V había mandado fortificar. El rey ordenó el asedio. Los asediados disponían de una potente artillería, se modo que los primeros asaltos resultaron inútiles y solo sirvieron para engrosar el número de heridos que ya atestaban la tienda hospital que el Maestro Paré ha hecho instalar en retaguardia.
Una mañana, mientras que reconocíamos a los heridos, el conde de Rohan nos mandó llamar con urgencia. Tomamos nuestras bolsas de instrumentos y medicinas y nos apresuramos hacia la tienda del conde, azul y blanca que coronaba la colina. Una bala de culebrina la había atravesado de lado, incrustándose en el barro unos pasos más allá. El conde de Rohan se encontraba, de pie en el centro de la tienda, rodeado por varios de sus capitanes. A sus pies yacía en un gran charco de sangre uno de sus gentilhombres, M. de Flanquerel.
-Me alegro de veros, Maese Paré, saludó el Conde. Gracias por haber venido tan rápidamente. Tengo que poner en vuestras manos a este gentilhombre, que no puedo perder de ninguna manera. No nos hemos atrevido a moverlo ya que sabemos que sois partidario de dejar todo en su sitio. Pedid todo cuanto sea necesario y tratadlo como lo haríais conmigo mismo.
-Haré todo lo que esté en mis manos, respondió Paré.
Y dirigiéndose a mí:
-Jacques deprisa. Coloca un torniquete en el muslo para cortar la hemorragia. Ya ha perdido bastante sangre.
El herido, en estado de shock, gemía suavemente. Una bala de culebrina le había destrozado el muslo, justo por encima de la rodilla. Se apercibían entre el amasijo de músculos, ligamentos y tendones, los pedazos de hueso.
-Coloquen al herido en una camilla, tal y como está, y llevémosle rápidamente a la enfermería.
Mientras que cuatro sirvientes se apresuraban a cumplir la orden de Paré, este se acercó al conde y le dijo:
-No os hagáis muchas ilusiones, Monseñor. El herido tiene la pierna hecha picadillo y ha perdido mucha sangre. Tengo que amputar de inmediato y no puedo garantizar que resista la operación.
-Haced lo que podáis, respondió el conde. Tengo plena confianza en vos, Ambroise.
Cuando nos dirigíamos a la enfermería, pregunté a Paré:
-¿Creéis que se salvará?
-Francamente… no, salvo un milagro de Dios.
Pero, seguidamente Paré me confió lo que tenía pensado hacer.
-Este gentilhombre está gravemente herido y creo sinceramente que si después de cortar los tejidos destrozados y los huesos, aplicamos un cauterio candente, no lo soportará. Para evitar que se desangre cuando quitemos el torniquete, voy a ligar las arterias, las venas y los vasos con una sutura, como las que utilizo para coser los labios de una herida hecha por un arma cortante. El riesgo es grande porque este tipo de operación no ha sido nunca probado y si el paciente muere, nuestros enemigos nos reprocharán no haber seguido el procedimiento usual. Pero estoy sinceramente convencido de que esta es la única posibilidad que tiene de salvarse.
Afortunadamente, en la tienda enfermería no estaba presente ninguno de los médicos, que con toda seguridad, se hubieran opuesto a la operación que proponía Paré.
Mientras preparábamos los instrumentos y nos lavábamos las manos, los sirvientes colocaron al paciente en la mesa de operaciones y descorrieron la cortina que hacía de puerta para tener más luz.
Paré hizo que el paciente bebiera una poción soporífera a base de opio, mandrágora y beleño. Incluso en una situación tan crítica, no perdió la ocasión para ilustrarme:
-Habrás visto Jacques, que la dosis de esta poción es más pequeña de la que uso generalmente. He observado que cuando el paciente está muy debilitado, como es nuestro caso, una dosis excesiva produce una ralen-tízación de la respiración que puede matar al paciente.
Y dirigiéndose a los sirvientes que, quietos y pálidos como estatuas, contemplaban la escena:
-Vosotros tres, sujetad con fuerza a M. Flanquerel para que no se mueva y vigilad su respiración.
No era la primera vez que asistía como ayudante a operaciones difíciles practicadas por Paré. Aún así, su destreza me maravilló. En no más de quince minutos, el maestro localizó, aisló y suturó la arteria femoral, los demás vasos y venas hasta que, al aflojar el torniquete con mucha precaución para que el flujo de sangre no pudiera romper las suturas, casi no salió sangre roja. Pidió la sierra y, en otros dos minutos, la parte del hueso en la que todavía se veían colgajos de carne, cayó al suelo. Paré había cortado el fémur dejando una pulgada de músculos, carne y pellejo por debajo del corte.
-Como ves, Jacques precisó Paré, con estos tejidos sobresalientes voy a crear un cojín que amortigüe los traumas sobre el hueso seccionado. Este cojín permitirá además, cuando todo haya cicatrizado que el paciente pueda apoyarse sobre una pierna de madera.
A todo esto el paciente que hasta ahora se había mantenido quieto, empezó a quejarse de fuertes dolores. Curiosamente, afirmaba que los dolores más intensos los sentía en la pierna que había sido amputada. Paré delegó en mi la tarea de aplicar el ungüento cicatrizante sobre el muñón y vendarlo adecuadamente.
En total, la operación no había durado más de treinta minutos. El gentilhombre había sido trasladado a una camilla y reposaba tranquilamente, después de habérsele administrado una poción calmante a base de corteza de sauce y aguardiente rebajada con agua.
Paré, que pensaba en todo, puso a calentar un cauterio y, cuando estuvo al rojo, lo aplicó sobre uno de pedazos de carne de la pierna caída en el suelo. Un fuerte olor a carne quemada inundó la enfermería e impregnó nuestra ropa y la del paciente.
Justo a tiempo: la cortina de la enfermería se abrió entrando, majestuosamente, Carrouge d’Avignac, el mismo al que yo había escuchado un discurso amenazante cuando operamos en Boulogne al duque de Guisa.
-Vengo a informarme sobre el estado de vuestro ilustre paciente. ¿Se ha desarrollado la operación con éxito, de acuerdo con los protocolos acos-tumbrados? ¿Ha resistido el herido el cauterio final?
-Todavía es pronto para saberlo, respondió Paré. Vamos a vigilarlo toda la noche. Si no se desarrolla fiebre o se produce una infección, es posible que se recupere. Pero, entre nosotros, las probabilidades son escasas. Como bien sabéis, solo uno de cada diez amputados vive para contarlo.
Cuando el médico se hubo marchado, pregunté, ansioso:
-¿Es verdad que M. de Franquerel, tiene pocas posibilidades de salir con vida?
-Espero que no, rió Paré. Hemos hecho todo lo que hemos podido, pero la suerte de M. de Franquerel está en las manos de Dios. Si no hay infección, ni desarrolla podredumbre es muy posible que salga de esta.
Ambos estábamos agotados. El duque de Rohan, informado por Carrouge d’Avignac de que su protegido todavía vivía nos había enviado una buena cena además del caldo de gallina con dos yemas de huevo que Paré había pedido para el herido. Uno de los sirvientes de M. Franquerel se quedó de guardia con instrucciones de despertarnos a la más mínima anormalidad. Paré y yo, nos envolvimos en sendas mantas -hacía frío por la noche en ese mes de Junio- y nos tumbamos en los camastros que nos habían preparado cerca del herido.
Me desperté a medianoche: el herido de quejaba de un fuerte dolor de cabeza y la pierna amputada le picaba tanto que al principio pensó que no se la habíamos cortado. Le hice beber una poción calmante y le revisé el vendaje del muñón. Tenía un poco de fiebre, pero no creí necesario despertar al maestro Paré que dormía plácidamente. Luego me volví a dormir. Cuando desperté, Paré ya no estaba. La cama de M. Flanquerel estaba ocupada por un arcabucero barbudo, herido de un tiro en el hombro.
Preocupado, busqué a mi maestro. Estaba sajando un gran absceso que un soldado tenía en una de las nalgas. Con un nudo en el estómago, pregunté:
-¿Y el señor de Flanquerel?
-No te preocupes. Por el momento se aferra a la vida. Le he hecho trasladar a la tienda del Conde de Rohan donde le cuidarán mejor de lo que nosotros podríamos hacerlo. Está débil y ha perdido mucha sangre, pero parece haberse librado de las fiebres, gracias a Dios. Si le alimentan como le he prescrito, saldrá de esta.
Hacia las 10 de la mañana se reanudaron los combates, con la acostumbrada cosecha de heridos. A final de la mañana nos reclamó Rohan. Terminamos de coser la cuchillada que tenía un soldado en el flanco, y algo inquietos subimos a la tienda del conde. Este estaba reunido con una veintena de capitanes, discutiendo asuntos militares. Todos callaron cuando Paré y yo hicimos nuestra aparición.
El conde tomó del brazo a Paré apartándole a un lado. Yo llevada la valija con las medicinas y procuré escuchar:
-Decidme, mi buen cirujano, que le habéis hecho a mi buen amigo M. de Flanquerel.
-¿Cómo se encuentra? se inquietó Paré.
-Precisamente eso es lo que nos intriga. Se encuentra tan bien como puede esperarse de un herido tan grave. Pero he visto mucho amputados y, desde luego, el estado de Flanquerel es tan bueno, que no me cabe la menor duda de que saldrá adelante. Decidme ¿qué nuevo experimento milagroso habéis utilizado?….
Sin hacerle caso, nos aproximados a la cama donde yacía el herido. Este tenía la cara de un blanco nacarado, con grandes ojeras, las mejillas demacradas, los labios secos y pálidos, pero respiraba bien y no tenía fiebre. Paré lo auscultó, le tomó el pulso, y le palpó el vientre. Después, con suma delicadeza, le retiró el vendaje que yo le había hecho por la noche y examinó a fondo el muñón, olfateándolo y buscando signos de infección. Finalmente, pidió un cuero fresco de caballo recién despellejado y rehízo el vendaje.
Al cabo de dos semanas, el señor de Flanquerel estaba tan repuesto que decidió que lo trasladaran a Paris para completar allí su convalecencia. Una vez completamente curado, se hizo fabricar una prótesis articulada siguiendo las instrucciones de Paré. Cuando meses después, coincidí con él en una recepción, el señor de Flanquerel caminaba normalmente. Solo una ligera cojera revelaba que llevaba una pierna de madera.
Pocos días después, nuestras tropas entraron victoriosas en Damvilliers y pudimos volver a Paris.
Y fue así como, en una operación improvisada, el genial Ambroise Paré cambió drásticamente la gran cirugía, introduciendo la ligadura de arterias como procedimiento para cortar hemorragias en lugar del cauterio. Pero esperó diez años antes de publicar su obra “Dix livres de Chirurgie” en la que describía detalladamente su método de ligadura de vasos.
|